Merece más de una lectura.

Por Gabriel Albiac.
Del ABC.



LA inscripción de la lápida está en hebreo. El mármol blanco, a medias roído por el moho, ha sido adornado, sin embargo, con todos los ornamentos propios del barroco católico español. Igual sucede con buena parte de las que la rodean. Una súbita extrañeza se apodera del viajero que logra acceder al recóndito cementerio de Bet Haim («La puerta del cielo»), que en Ouderkerk, a 56 kilómetros de Ámsterdam, fundó en el año 1614 la comunidad de judíos españoles, que en aquella libre Holanda halló una segunda patria que nunca abolió del todo la primera. Perseveró la lengua, perseveró la estética, perseveró la identidad española durante algo más de tres siglos. Luego, el nazismo acabó con todo en pocos meses. Y los judíos españoles de Ámsterdam fueron exterminados. Quedan las tumbas. Españolas. Y la biblioteca adyacente a la Sinagoga. Española. Lengua y escena funeraria configuran a una nación. El cementerio judío de Ámsterdam es —en lo lingüístico como en lo icónico— un cementerio católico. ¿Católico? Español, en todo caso. Pero ¿dónde trazar esa frontera entre lo español y lo católico? Los judíos de Ámsterdam fueron siempre designados por sus conciudadanos como «los españoles», o, mejor, como «los portugueses», porque eso evitaba ciertas resonancias dolorosas ligadas, en los Países Bajos, al nombre de España. Y, en esa dualidad, no es difícil reconocer la metáfora básica de la España moderna. Todos somos católicos en ella. Hasta los que no lo somos, y quizá de una manera, por inconsciente, más intensa. Lo somos en lo ético como —y es quizá lo mismo— en lo estético. La subjetividad moderna española es constituida por el catolicismo. Y toda la tragedia de nuestros últimos tres siglos es subsidiaria de esa paradoja. Identificadas nación y religión, españolidad e iglesia, cualquier conflicto con la una arrastra, por asimilación, el rechazo simultáneo de la otra.


Benedicto XVI



Es lo que analizaba magistralmente José Jiménez Lozano en sus Cementerios civiles: «El carácter primordial del catolicismo español… es que la fe cristiana, además o incluso en vez de ser una decisión personal de adhesión a la Persona y a las enseñanzas de Cristo, se ha traducido por la simple pertenencia a la casta o gens hispanica, a la condición de españolidad, es decir, es una expresión política». De esa reducción de dos campos a uno, derivará la herida nunca cerrada. Si la filiación religiosa ha servido «para definir la figura nacional y gentilicia de todo un pueblo», conforme a la fórmula de Américo Castro que Jiménez Lozano recupera, entonces es la delimitación entre Estado e Iglesia, sobre la cual se ha fundado la Europa moderna, la que aparecerá aquí bajo un siempre amenazante inacabamiento. «Es el Estado —concluye José Jiménez Lozano, al fijar los términos de esa extrañeza española— el que en su constitutividad y esencia es religioso y sacral. Es la Iglesia la que se ha hecho Estado como la fe se hace carne y sangre, biología y casta, españolidad. La españolidad o condición de español supone y presupone la fe. No se precisará ninguna adhesión intelectual personal y específica a los dogmas, ni ninguna atención a la ética derivada de ellos».
Una doble consecuencia muy contradictoria se adivina en esa amalgama: la reducción de lo sagrado a lo político dota, sí, de una blindada estabilidad mutua; pero vacía sus respectivas especificidades. Hasta la final locura de poder escindir a los ciudadanos, no en dos o más variedades de miembros de una misma nación, sino en entidades excluyentes, necesariamente teológicas, que cristalizarán en la metáfora aterradora de la «anti-España», como único modo de reconocer cada uno su condición española amenazada. El mito de las «dos Españas» solo dice una cosa: que quienquiera que sea el que lo invoque, lo hace —sépalo o no— desde la altivez innegociable de un sacerdocio. La España moderna —es un caso único— no ha producido ateos, en el sentido estricto del término, sino «anticlericales», que es exactamente lo contrario: una reversión laica de lo sacerdotal mismo que se rechaza. «El ateo hispánico —escribe con gran tino el maestro de Alcazarén—, al encontrarse sacralizado el mismo aire que respira y hasta sus propias coordenadas mentales, ha de comenzar por luchar contra aquello para encontrar su propio aire… El enfrentamiento de estos dos mundos: ese universo sacral y teologizado, creencia socializada y politizada y convertida en carne y sangre de la casta, por una parte, y de los inconformistas con él, o de sus enemigos declarados, por la otra, ha llenado de manera dramática nuestra historia española moderna». Extrañamente, si lo comparamos con lo sucedido en el resto de Europa, los defensores españoles del laicismo acaban por construir, desde finales del siglo XIX, una religión de suplencia. Que repite, hasta paralelismos cómicos, los rituales y aun las revestiduras de aquella de la cual abominan. Es el caso, llevado a la caricatura, de la masonería española. También, de la Institución Libre de Enseñanza, convento de santos laicos magistralmente analizado por José María Marco. La Guerra Civil de 1936 nace del estallar de esa amalgama.
Luego, los cuarenta años de una dictadura que se quiso «nacional-católica» acaban por envenenarlo todo. Símbolos nacionales como símbolos religiosos quedan indeleblemente asimilados al franquismo, son las mitologías de un régimen que no logró jamás forjar el equivalente de las mitologías modernistas que nutrieron al fascismo italiano y, sobre todo, al nazismo alemán.
En 1975, a la muerte del dictador, el embrollo político-teológico resultaba desolador. Por una parte, sectores nada despreciables de la jerarquía episcopal seguían presos de su obediencia a un general Franco que, no hacía aún tanto, había movido todos los hilos para impedir el nombramiento del «Papa comunista» Pablo VI. Por otra, el apoyo de capas muy amplias del clero a organizaciones sindicales clandestinas y movimientos de lucha contra la dictadura hacía emerger un dato esencialmente nuevo: la desvinculación entre Iglesia y Régimen. Los más inteligentes de los obispos españoles lo entendieron. A costa de algún choque tan duro como el del obispo Añoveros. La habilidad de monseñor Tarancón en los meses delicadísimos que siguieron a la muerte del dictador fueron clave para evitar un nuevo caos.
Era el momento de enterrar los viejos fantasmas. Muchos pudieron pensar que así había sido. Pero los fantasmas del pasado son pertinaces. La España a la cual llega el Papa Benedicto XVI está empantanada en su peor regresión anímica desde 1975. La llegada imprevista al poder del PSOE de Rodríguez Zapatero determinó esa regresión, casi como un teorema matemático. Si hemos de hablar en rigor, nadie contaba con tal resultado una semana antes del 11 de marzo de 2004. En ausencia de un programa económico y político mínimamente verosímil, el nuevo gobierno socialista buscó una vía rápida para soldar la unidad de su tan azarosamente constituido soporte electoral. La memoria era la vía más rápida. Y pronto mostró que la más eficaz. Memoria, no historia. Son ambas, historia y memoria, entidades no ya distintas sino contrapuestas. La memoria es afectiva y cercana; la historia, glacial y ajena. En la memoria se construye nuestro universo sentimental, al cual en poco concierne la verdad de los hechos realmente sucedidos. La historia clasifica, analiza, explica las determinaciones que permiten comprender cómo sucedió algo. Al poner en primer plano la monserga de la «memoria histórica» (esa contradicción en los términos), el Gobierno de Rodríguez Zapatero daba cuenta de su proyecto axial: en ausencia de gestión, mitología. Funcionó. Hasta llevar a este país al borde del abismo, porque una política asentada sobre la mitología es tan autocomplaciente cuanto aniquiladora.


La España negra


Las «dos Españas» emergieron de sus sepulcros en la noche de los tiempos. Nadie sabía demasiado bien qué es lo que pudiera significar cada una de ellas en un país del siglo XXI. Daba igual. El invento funcionaba. Y el único hilo de continuidad entre la España aquella agraria y mísera de los años treinta y la actual era la primacía confesional de la Iglesia Católica. Si había que entroncar con un republicanismo mítico —no con el real, sino con su leyenda—, era preciso reponer a la Iglesia en su función estructural frente a este: la de la España negra, la del enemigo eterno. Y un anticlericalismo que unos pocos años antes nos hubiera dado a todos risa —y, más que a nadie, a los, como yo, no creyentes— se convirtió en el soporte blindado del zapaterismo.
El anacronismo que de ello resulta es brutal. Tanto más cuanto que nunca la posición vaticana ha sido tan partidaria de la plena separación entre Iglesia y Estado como en los años que van de pontificado de un Benedicto XVI que, en el curso de su encuentro en París con el presidente de la laica República Francesa, reivindicaba sin ambigüedad la necesidad de una «nueva reflexión sobre el verdadero sentido y sobre la importancia de la laicidad», que «insista… en la distinción entre lo político y lo religioso, con el fin de garantizar tanto la libertad religiosa de los ciudadanos cuanto la responsabilidad del Estado hacia ellos». Ni la «búsqueda de la espiritualidad es un peligro para la democracia y la laicidad», proclamó entonces el teólogo Joseph Ratzinger, ni la laicidad puede aparecer para el creyente de otro modo que como la mejor de las opciones para actuar en una plena libertad de espíritu, ajena a constricciones políticas.
Pero Francia no necesita apuntalar su identidad nacional en míticas guerras religiosas, cuyo anacronismo no podría allí sino dar risa. En España, la peculiaridad del socialismo de Zapatero ha sido la de tratar de poner en pie una religión laica, una religión de suplencia, asentada sobre media docena de mitologías infantiles y, en su mismo infantilismo, extraordinariamente eficaces. La tarea legislativa del Gobierno socialista se ha volcado sobre ese legislar disparates ideológicos, para dejar en sombra una incapacidad de legislación material que deja atónito a cualquier espectador internacional. Mientras el país se desmorona económicamente, mientras la corrupción política toma dimensiones faraónicas, mientras la administración entra en colapso y no hay ya materialmente dinero para atizar los costes de un insostenible sistema funcionarial multiplicado por las autonomías, Zapatero legisla sobre la «igualdad de género» o los «matrimonios homosexuales», «memorias históricas», «educaciones para la ciudadanía»…; mientras las peores dictaduras del planeta se convierten en nuestros únicos aliados internacionales, Zapatero busca forjarse un crédito modernista de campeón del anticlericalismo contra la Iglesia católica, al mismo tiempo que halaga miserablemente a un islam encastillado en la negativa de la plena condición ciudadana a sus mujeres y para el cual todo Estado que no se rija por la sharia es una aberración blasfema…


Delirio islamista


En septiembre de 2006, un discurso de Benedicto XVI iba a desencadenar el mayor delirio islamista de los últimos años. La tesis de Ratzinger era muy sencilla: el cristianismo es, ante todo, la Biblia traducida al griego; la Escritura a la luz de Platón y Aristóteles. Y eso traza entre los herederos de las filosofía griega y los creyentes del Nuevo Testamento un puente de comunicación e inteligibilidad. Justo lo que es imposible en religiones que —como el islam— no admiten posibilidad de interpretar el Libro divino. Y eso hace que la libertad y la democracia hayan, históricamente, nacido en sociedades cristianas. Y sean incompatibles con las islámicas.
Esta es la clave hoy para Europa. La que Merkel recordaba hace unos días. La que Noruega ha puesto en práctica, al exigir la aplicación del principio de reciprocidad para autorizar la construcción de mezquitas financiadas por los saudíes. Esta es la clave para quienes aún pensamos que se puede evitar el naufragio en la teocrática «Alianza de Civilizaciones». La clave que el paseante atónito puede leer en las lápidas de Bet Haim en Ouderkerk: que la razón y la belleza, al menos, aún nos unen.