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Antonio Muñoz Molina le dedico estas lineas.


Siempre que me acuerdo de Néstor Luján me acuerdo también de la mejor botella de vino que he probado en mi vida y que bebí gracias a él en un asador de Valladolid, hace algo más de cuatro años. Nos habíamos conocido tan sólo unas semanas antes, en los avatares del Premio Planeta, que nos empujo a los dos a una fatigosa trashumancia por hoteles caros e idénticos y por sucursales del Corte Inglés en las que al cabo de unos días ya se nos extraviaba del todo nuestro sentido del espacio, porque eran más idénticas aún que las habitaciones de los hoteles y que las preguntas que nos hacían sobre nuestros libros los periodistas de las capitales de provincia. A veces no había preguntas. Nos quedábamos Néstor Luján y yo callados frente a un grupo de aprendices muy jóvenes de la radio y de la prensa local y había un silencio que duraba insoportablemente hasta que una chica, casi siempre una chica, porque los varones no hablaban, lo rompía para preguntarnos no sin indiferencia de qué trataban nuestros libros, mostrando así la inutilidad de las campañas de promoción, de las críticas y de las entrevistas a destajo a las que estábamos siendo sometidos, porque a aquellas alturas habíamos explicado ya varios cientos de veces y en todos los medios posibles el tema de nuestras novelas, sin que aquellos reporteros que teníamos delante se hubieran enterado de nada, y ni siquiera hubiesen hojeado los ejemplares que el servicio de prensa les facilitaba, ni mirado sus solapas o sus contraportadas, ni repasado la documentación de la que también disponían.Nada. Néstor Luján encendía un puro, suspiraba y adoptaba un aire de paciencia episcopal. Las veces que no había ninguna pregunta era él quien rompía el silencio afable, cansado y pedagógico, como un maestro de escuela cargado de paciencia. En una ocasión, la rueda de prensa, por llamarla de algún modo, se celebró, para mayor ignominia, en la discoteca de un hotel que tenía esa sordidez de los locales nocturnos cuando se los visita en las horas de luz solar, y en la que aún quedaba bajo los fuertes olores de los productos de limpieza un punto de fetidez de humo de tabaco encerrado y enfriado. A Néstor y a mí nos pusieron la mesa y los micrófonos sobre el estrado de la pista de baile. Frente a nosotros, en las mesas bajas, un grupo disperso de periodistas muy jóvenes nos miraba en silencio, sosteniendo micrófonos, pequeñas grabadoras, bolígrafos sobre cuadernos de notas abiertos. Néstor se acomodó en la silla, encendió su puro, o alguno de los cigarrillos ingleses que fumaba por las mañanas, miro a la concurrencia con una expresión de interés y de bondad que en modo alguno era correspondida. Miraban, los mirábamos, nadie decía nada. Nuestros Iibros estaban en todas las mesas, y detrás de nosotros había un gran panel en el que aparecían las portadas y nuestras dos fotografías. Se oyó un carraspeo, se levantó una mano que sostenía un bolígrafo y por fin hubo una pregunta:

-¿Cómo se titulan las novelas de ustedes?

Educadamente, Néstor se lo dijo. A él, que sabía tantas cosas, le intrigaba el espectáculo de la impenetrabilidad al saber, de a falta absoluta de curiosidad hacia todo en personas cuyo oficio era el de averiguar y contar. A su lado, uno podía estar siempre aprendiendo, y aquel viaje de promoción se acabó convirtiendo para mí en un viaje de estudios. Llegábamos a los restaurantes, y los camareros y los dueños, que a mí no me veían, a él lo rodeaban enseguida de reverencia y afecto, y le ofrecían los platos más sabrosos y sutiles, los mejores vinos, los habanos más exquisitos. He leído estos días, en las necrológicas que se han publicado sobre el que Néstor disfrutaba como nadie de la vida. Es cierto, pero yo creo que tanto como disfrutar él mismo le_ gustaba enseñar a los demás, y lo hacía con una delicadeza de la que siempre estaban excluidos el proselitismo y la arrogancia. Era un catalán afrancesado, pero ni en su catalanidad ni en su afrancesamiento había el menor rastro de esa altanería algo francesa que uno encuentra a veces en los catalanes cultos. Le gustaba comer, pero no era un comilón ni uno de esos pelmazos de la gastronomía, que a poco que uno se descuide lo afligen con una con ferencia sobre el maigret de pato. En un restaurante de mucho lujo y mucha abundancia, yo lo he visto escoger, de todo el menú, un plato pequeño de judías con almejas. Le gustaba la bebida, pero tampoco era un bebedor, sino un sabio que elegía y enseñaba a elegir en cada momento lo que debía probarse, de acuerdo con la hora y con las circunstancias. Una caña de cerveza fresca, recién tirada y espumosa, le merecía tanta consideración como uno de aquellos solemnes armagnacs con que lo obsequia ban después de comer los dueños de los restaurantes. A mí me enseñó dos placeres que en mi ignorancia yo asociaba a la brutalidad española de los bares con fútbol los domingos por la tarde, el coñac y los puros. El coñac debía de ser francés, y los puros, habanos, y el champagne español jamás debía probarse. Para iniciarme en el tabaco habano, me regaló una caja de Rey del Mundo pequeños, y me enseñó que fumar bien requiere lentitud, destreza y mucha indolencia, no esa especie de masticación neurótica de los cigarrillos en cadena. Disfrutar de un habano y de una copa de coñac charlando con Néstor Luján era uno de los placeres más civilizados que podían encontrarse en la vida. En Valladolid, aquella vez, el dueño del asador le estuvo hablando en voz baja de una botella de Vega-Sicilia de 1964 que guardaba en la bodega, y Néstor, no sin antes solicitar la aprobación de los ejecutivos de la editorial que nos acompañaban -y que nos invitaban-, le pidió que la sirviera. Yo nunca había bebido un vino como aquél, ni he vuelto a beberlo desde entonces. Tanto como probarlo él, a Néstor le complacía asistir a mi deslumbramiento, a la instantánea y gradual felicidad que el vino iba dejando en el paladar y hasta en la memoria. Su compañía, su bondad, el lujo, y la ironía de su conversación aliviaban aquella trashumancia de hoteles, de ruedas de prensa y de tardes de exhibición y firma en las sedes idénticas del Corte Inglés, donde siempre, por prescripción benévola de Néstor, nos bebíamos un gintonic y nos fumábamos un Rey del Mundo. Descanse en paz. Disfrutar de las cosas que a él más le gustaron será tal vez la mejor manera de seguir recordándolo.