Plagiando a un muy buen amigo ante un dibujo de su sobrino añado:

El joven artista, influenciado por el recuerdo de Pollock y la exquisitez de Bacon, establece un diálogo entre las formas enérgicas y violentas de un lápiz duro y la aparentemente errática, lenta y sobria línea de un lápiz negro que, destacando entre los rojos, se enaltece a sí mismo como centro de gravedad del discurso gráfico, tan rico en matices formales. A un lado, semejando un ente ajeno al diálogo, quizá conflicto, entre la pasión y la razón humanas, surge la materia, representada con una impresión difusa de granates. Este apunte, que nos recuerda la progresión escultórica de las pinturas de Tàpies, la energía de la pintura cerámica de Barceló o la meditada simplicidad del mejor Miró, deviene en sí mismo un motivo de reflexión y de diálogo entre el artista y el espectador. Pues, en efecto, el conflicto entre la Eros y Tánatos, el ánima y el espíritu, la fe y la ciencia, que refleja el núcleo formal, que no semiótico, de esta obra enlaza con la materia a través de un único trazo vigoroso del lápiz, el espíritu carnal, elemental, de la materia humana, que gira y se revuelve alrededor de la mordaza de represora de la inteligencia. El dilema eterno, esencialista, entre la naturaleza dada y la naturaleza adquirida, se presenta además como una superación del yo espiritual a través del yo material, como una génesis del espíritu latente en la materia que propone al público motivo suficiente de reflexión epistemológica y cognoscitiva.

Una gran obra, en suma.